Lucila tenía todas las hijas que Dios que le había dado;
seis en total. Por esa razón, se
levantaba de madrugada, les arreglaba el uniforme, las despertaba, preparaba el
desayuno, las peinaba y supervisaba que todo lo llevaran a punto.
Les miraba hasta las orejas; que estuvieran limpias y espercudidas.
Aquel día en particular, tenía mucho trabajo por delante,
porque pensaba hacer un potaje y, en la tarde, vendrían las primas a celebrar
el cumpleaños del niño menor, Juan.
Estaba a punto de empezar con el potaje, cuando se dio
cuenta de que le faltaban las coles y la calabaza. Cogió el monedero y salió corriendo a la
ventita de la esquina. A punto de pagar
lo comprado, se presentan tres tipos con la cara tapada y armados hasta los
dientes con metralletas.
–¡¡Alto, esto es un atraco!! –vociferaron– ¡¡dennos todo lo
que tengan!!, la caja registradora ¡¡rápido, rápido!!.
Y volviéndose hacia Lucila, uno de ellos, le gritó furioso:
–¡¡¡Tú, dame todo!!!
Ella no había pasado tanto miedo en su vida. Mientras sentía correr su propia orina por
las piernas, le decía sin parar a los ladrones:
–¡¡Regístreme, regístreme!! No tengo sino esto –y le tendía
el pequeño monedero para que lo cogieran.
Me gusta que este título impuesto, haya sacado a la luz vivencias del ayer como estas que, aunque tremendas, forman ya parte del anecdotario familiar.
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